A Santa Olalla hay que ir en días de niebla. En meses de invierno. En diciembre, si puede ser. A primera hora de la mañana y en buena compañía, por si te salen los perros.

Santa Olalla está levantada en la falda de una de las colinas que rodean Cáceres. Cuando los árabes, las llamaban alcores. Hoy son cerros y puertos de defensa y espacios de agua milagrosa que antaño poblaron una madeja de ermitas y santuarios benedictinos, populares, mágicos y escenarios de romerías; San Benito, Santa Ana, Santa Lucía, San Jorge y Santa Olalla, claro.

Pero mucho antes de ese antaño ermitaño, Santa Olalla formaba parte del Pago Ponciano. Un pequeño asentamiento de origen romano que gobernaba el patricio Liberio. Por aquí transitaba el antiguo camino que llegaba desde la Colonia Metellinensis y conducía hasta Portus Cale, y entre Medellín y Oporto la vía atravesaba Almoharín, las Torres, los Barruecos, Brozas, el puente de Alcántara, Idanha, la tierra de la nieve, Belmonte o Viseu.

Luego fue cañada real y ruta de la lana, pero siempre será la Vía da Estrela, por la sierra donde la nieve y por seguir el camino de la Vía Láctea, aunque en algunos lugares la bautizaron como Estrada de Herodes, y es así como nos gusta llamarla. Definitivamente.

Resulta extraordinariamente sorprendente que una pequeña aldea (más bien villa o quinta o explotación pecuaria) como Ponciano haya dado a los anales de nuestro territorio tal cantidad de nombres que aparecen en el santoral cristiano.

De aquí salieron, en los tiempos de Liberio, señor de la paganía ponciana, San Donato o la joven Santa Julia o su educador San Félix de Cáceres, y de aquí partieron para Emérita. Les esperaba el martirio

Y cuentan y dicen que junto a la joven Julia iba una niña de 12 años a la que llamaban Olalla.

Y siguen contando y siguen diciendo que un 10 de diciembre del año 304 aparecieron las nieblas en Emérita como una capa de lienzo blanco para cubrir los miembros despedazados de la joven Olalla, y que en su recuerdo, cuando llega el invierno, aparecen sobre el Guadiana las nieblas de la mártir.

Por eso a Santa Olalla, la ermita que construyeron en su honor allá por el siglo VII en la Aldehuela de Ponciano, hay que ir en invierno, en mañanas de niebla y en buena compañía, por si tienes que amansar a los perros o traer a la memoria recuerdos de veinte años atrás, cuando jóvenes y contentas.

Y no le preguntes a los próceres emeritenses, porque te dirán que esta historia no es verdadera. Que Santa Eulalia salió para la capital lusitana desde San Serván o desde por ahí cerca.

Qué más da. Con santoral o sin él has de ir a Santa Olalla. En diciembre, mientras en Mérida andan de fiestas celebrando a su patrona. La ermita tiene el encanto del silencio, de los prados y de los caballos sueltos trotando sobre la falda del monte, del alcor.

Un silencio roto tan sólo por el eco casi fantasmal de unas voces que parecen salir de los troncos de los árboles. Son los juegos de los niños que allí estuvieron de romería hace muchos años mientras sus madres entonaban salmos en el interior de la ermita.

Y si aguzas la vista, podrás ver bailar a la garza con las alas extendidas arrascándose el pecho con el pico. Está en el escudo esgrafiado de la fachada que te recuerda que pisas tierras del Condado de Santa Olalla, el de los García, y ya sabes, de García Arriba nadie diga.

Recuerda también llevar tabaco, por si tienes que convencer a alguien que te dé paso.

Y recuerda, por último, que no muy lejos, en el horizonte cercano, puedes intuir Santa Lucía del Trampal, otra estación visigoda en la que te habrás de apear.


[El reportaje]






Oeste. Diciembre. Diez.